Un niño junto a una fuente abandonada en Gyumri, Armenia, 2018. Fotografía: Sergei Gapon / Getty.
Cuando se habla de Armenia, por mucho que haya pasado el tiempo, la lúgubre tonada del subconsciente nos conduce, inevitablemente, a los desiertos de Deir ez-Zor, en Siria, en la confluencia de los míticos ríos Tigris y Éufrates. En 1915, estos parajes del norte sirio quedaron convertidos en un vasto túmulo, en razón —y es un decir— del llamado «crimen sin nombre» o «Gran Crimen».
Centenares de miles de armenios —¿qué importa el número total?— perecieron en estos secarrales tras las inhumanas marchas a pie a las que fueron forzados por el Gobierno de Estambul, operación que llevarían a cabo diversos cuadros del ejército turco otomano. Partieron en caravanas desde aldeas, pueblos y ciudades de Anatolia a partir de abril de 1915, mientras la Primera Guerra Mundial, coincidiendo justo con la sangrienta batalla de Galípoli ente turcos, británicos, australianos y neozelandeses, seguía su curso en este remoto confín de la Gran Guerra, tan cercano a Troya.
Resulta difícil sustraerse aún hoy a la melodía del lamento armenio. Pero, siguiendo con el símil de la música —siempre salvadora—, nos atrevemos a dar un giro amable, acaso sorpresivo, a la milenaria historia de Armenia. Por eso, si se nos permite cierto rapto alegre —y un puntito discotequero—, nos ponemos ahora a tararear la canción «Qami Qami» (Viento, viento) de Maléna, reciente ganadora del concurso de Eurovisión Junior 2021. No es que a uno le agrade la puesta en escena de tanto pipiolo y de tanta pipiola, en plan celebrity, lo que viene a ser otra manera, aunque aparentemente festiva, de corromper la inocencia.
La ganadora fue la citada Maléna, la mocita de mayor edad del certamen (catorce años). Hemos visto por YouTube su actuación varias veces. Nos ha hecho olvidar la música de deudos que se nos viene a la cabeza al hablar de Armenia, la Armenia de después de 1915. Nada que ver, por tanto, con aquella canción que el comprometido Charles Aznavour, francés de origen armenio, cantara a los suyos, a aquellos miles de olvidados que murieron en masa ante la indiferencia del mundo, «convertidos en minúsculas flores rojas, cubiertas por un viento de arena, y después por el olvido». Nada que ver con el éxtasis que ha traído Maléna, la nueva diva del Cáucaso para molestia, entre otras cosas, de los vecinos azerbaiyanos.
Contrasta también el chumba-chumba de la triunfadora Maléna con la música tradicional armenia, que a menudo nos trae la melodía sibilante del duduk, típico instrumento de viento, cuya madera procede de los albaricoqueros, uno de los grandes símbolos de Armenia (la tradición señala que el albaricoque es la fruta de los que están juntos).
A todo esto, nos preguntamos ahora qué habría pensado el antiguo sacerdote y musicólogo Komitas Vardapet de esta canción interpretada por la niña Maléna, cuya música, zumbona y con pegada, es ni más ni menos que la antítesis de la otra música tradicional y etnológica de Armenia, la que tanto estudió Vardapet en sus viajes por las históricas confluencias del Cáucaso y la que tanto contribuyó a divulgar en coros y danzas antes de caer enfermo de los nervios e ingresar, hasta su muerte, en un sanatorio mental de París (se dice que Komitas Vardapet quedó conmocionado de por vida tras haber sido víctima de la masacre de 1915, si bien pudo librarse finalmente de la muerte).
Lo que sigue a continuación es una pequeña lista aleatoria y personal relacionada con Armenia. El bagaje de ciertas lecturas y películas es lo que nos ha llevado a hacer esta lista de primeros auxilios, por decirlo de algún modo, respecto a Armenia y lo armenio. Siguiendo con el símil de la música, se trata de una pequeña composición de siete notas musicales, probablemente desafinadas, pero que al menos pretenden ser originales en lo posible.
El arca de Noé y Franco Battiato
Uno de los primeros discos de Franco Battiato hacía referencia a la mítica fábula del Antiguo Testamento: L’arca di Noè (1982). Como es bien conocido, la tradición sitúa en el monte Ararat el lugar donde el arca del Noé, convertido en zoológico de la creación, quedó varado y a salvo de las aguas tras cuarenta días (con sus cuarenta noches) de diluvio universal como castigo de Dios por la maldad de los hombres. Los armenios de ayer y de hoy acuden a su prístino origen y a su destino cuando contemplan el majestuoso monte Ararat, que se alza irónicamente en territorio de la actual República de Turquía, aunque puede verse desde la misma Ereván, la capital de Armenia. El caso es que Battiato acudió musicalmente a la fuente creativa del arca de Noé. Poco a poco iba cobrando forma en su mente la idea cósmica y heteróclita de una conciencia superior, tomada de las tesis del llamado Cuarto Camino, inspiradas por George Ivanóvich Gurdjieff, aquel maestro místico pero inclasificable, nacido en… Armenia. Hablar de Gurdjieff, natural de Aleksándropol (hoy Gyumrí, donde acabó en 1920 el sueño político de la Gran Armenia), daría para otro monográfico exclusivo sobre su figura y su inaprensible Cuarto Camino. Antes de que el tópico asocie a Battiato con un derviche del rock progresivo, el influjo del armenio Gurdjieff fue clave en la danza giróvaga que lo llevará al centro de gravedad sí mismo.
Ósip Mandelstam y las grapas
Al gran poeta ruso le pareció que las palabras escritas en lengua armenia eran como tenazas y que cada letra, visualmente, le hacía pensar en una grapa. Es la misma sensación que los profanos tenemos ante una frase escrita con el particularísimo alfabeto armenio de treinta y seis letras, creado en el año 406 por el monje y lingüista Mesrop Mashtots (en Armenia, todo o casi todo suele tener un recorrido milenario). La grafía del idioma armenio resulta rara pero enigmática. Mandelstam viajó en 1930 a las tierras de la soviética Armenia, cuya orografía le hizo pensar en un principio en los áridos páramos de Judea. En la URSS de aquella época resultó frecuente que intelectuales y escritores eligieran viajar a una república del vasto ente soviético para publicar después algún que otro ensayo laudatorio. Había que reflejar, ante elpadre Stalin, la grandeza del socialismo como gran hermandad de pueblos bien avenidos. Mandelstam escribió varios textos en prosa (Viaje a Armenia) y un ciclo poético que agrupó bajo el título Armenia (la editorial Acantilado publicó en 2011 Armenia en prosa y verso, en edición de Gueorgui Kubatián y con notas añadidas de su esposa y también escritora Nadezhda Mandelstam). Aquel decisivo viaje, realizado entre mayo y octubre de 1930, le hizo recuperar a Mandelstam la creatividad perdida. Curiosamente, hemos recreado ahora el rastro por Armenia del infortunado poeta, fallecido en los campos de deportación de Stalin, al saber que la pintora Silvia Cossío ha ganado recientemente el prestigioso Premio de Pintura BMW. Se alzó con la máxima presea con su obra Ósip Mandelstam, que muestra un peculiar y simbólico retrato del poeta, donde se barrunta su aciago destino.
Los molokanes
El Diccionario Urgente de Cultura Armenia nos habla de la peculiar traza de las iglesias autóctonas, que suelen distinguirse por un color entre pardo y rojizo, como el de la toba. Las cúpulas armenias, para que puedan verse a distancia, suelen estar rematadas por unos tejados cónicos alzados hacia el cielo, que recuerdan a los conos rojos de los torreones del Exin Castillos de la infancia. Los célebres jachkares, cruces labradas en piedra (sin la figura de Cristo y adornadas muchas veces con motivos florales), señalan mayormente los lugares del tiempo donde se erigen monasterios y camposantos (el cementerio de Noratus, del siglo IX, reúne hoy el mayor número de jachkares desde que los azerbaiyanos destruyeran el conjunto de Jugha después de la guerra de Nagorno Karabaj). El pietismo de los armenios se refleja en fotografías de orantes y monjes envueltos en habituales fosfones de misticismo litúrgico (así aparecen algunos en las fotografías de los libros respectivos de Virginia Mendoza y Xavier Moret: Heridas del tiempo. Crónicas armenias y La memoria del Ararat). Sin embargo, bajo el cristianismo nacional de Armenia, base de su milenaria identidad, se esconden otras corrientes insospechadas, casi heréticas. Nunca habíamos oído hablar de los molokanes, la minoría de los llamados «cristianos espirituales» que habitan en la provincia norteña de Lori. Se los conoce también como los bebedores de leche (molokan) y proceden de una escisión de la Iglesia ortodoxa rusa. No veneran la cruz ni los iconos. No acuden a templo alguno. No ven la televisión y repudian la tecnología. Defienden el pacifismo, el colectivismo y la endogamia. A partir de los cuarenta años, los molokanes varones no se afeitan nunca. Se dice que Tolstói sintió simpatía por esta minoría perseguida bajo la Rusia de los zares. Hoy por hoy, yazidíes, asirios y molokanes son las tres minorías que le dan a Armenia, conocida reserva del cristianismo oriental, un aire sincrético y sutilmente desconocido.
Una trabajadora del Museo de Historia de Armenia posa junto a una estatua decapitada de Lenin en Ereván, 1993. Fotografía: Kaveh Kazemi / Getty.
Por sus rasgos los conoceréis
En El libro de los susurros, obra de Varujan Vosganián, hay todo un pasaje sobre fisiognómica armenia. El autor evoca a sus abuelos y, de añadido, a los ancianos amigos o cercanos a la familia con los que discurrió su infancia en la ciudad rumana de Focșani (hoy situada en Moldavia). Aquí creció con los suyos, como un armenio más de la diáspora a partir de la luctuosa fecha de 1915. Según Vosganián, a cada pueblo le pone Dios el dedo en un lugar del cuerpo y allí reúne todas sus características. El otrora niño Varujan, rodeado por adultos, solía observar aquellas «cejas arqueadas o rectas, como le tocara en suerte a cada cual, pero siempre espesas, a menudo unidas y, por esa razón, fáciles de fruncir». Eran unas cejas «negras, tercas y muy agresivas». En los armenios Dios quiso dejar su huella sobre todo en el puente de la nariz, donde se juntan las cejas: «Desde allí, se extienden negras y bien perfiladas sobre una nariz curva y fuerte» (suele abundar el rasgo aquilino).
Desde que leímos El libro de los susurros (acaso la mejor novela sobre la armenidad), hemos incorporado las cejas a los símbolos nacionales de Armenia que ya habíamos anotado con anterioridad. A saber: 1) El bíblico monte Ararat con sus dos cumbres, Masis y Sis (como ha quedado dicho ya, la mole de cinco mil me- tros de altura se alza majestuosa y nevada en la linde turca de la frontera). 2) El albaricoque o dziran (rasgo de creatividad y laboriosidad, cuyo color anaranjado, como huevos de oro del mismo sol, como dijera Plinio, está presente en una franja de la bandera nacional). 3) La granada o nur (cuyo zumo rojo evoca la sangre de los mártires, mientras que para el arte medieval armenio su cáscara amarga simbolizaba el Antiguo Testamento, y el fruto rojo el Nuevo Testamento).
El sacrificio de los corderos
Suele suceder que los extremos se tocan, incluso en los rituales que aparentemente más los desunen, a partir sobre todo de los usos religiosos. Armenios cristianos y sus mal avenidos vecinos musulmanes de Turquía y Azerbaiyán rinden culto simbólico al cordero. La fiesta del sacrificio es una de las grandes celebraciones en el islam para evocar, como acción de gracias, que Dios salvó la vida de Ismaíl (Ismael) en el último momento, cuando su padre Ibrahim (Abraham) se disponía a sacrificarlo en ofrenda al Todopoderoso, quien lo había puesto a prueba de toda fidelidad. Para el cristianismo, la alegoría de Jesús como el Cordero Divino es frecuente en las profecías del Antiguo Testamento, y hoy por hoy sigue presente como elemento simbólico en la decoración de muchas iglesias. Aparte, en su vida social, los armenios también hacen del sacrificio de un cordero una señal de agradecimiento. Antes de degollarlo le ponen sal en la boca, que sirve para anestesiarlo. Con la sangre del cordero degollado los invitados se dibujan una cruz en la frente, que habrá de quedar seca para que dure el mayor tiempo posible.
Armenia, la tierra sin mar
Encastrada en el montañoso confín del Cáucaso, entre el mar Negro y el Caspio, el reino de los armenios siempre miró con recelo al mar. De nuevo en El libro de los susurros, de Varujan Vosganián, se nos dice que los armenios son mayormente una raza de tierra. Desde tiempos remotos, antes y después de Cristo, los armenios miraron con desconfianza a los pueblos bañados por el mar. Salvo un breve periodo de la Edad Media, en la época del reino armenio de Cilicia (donde se construyeron navíos para surcar el Mediterráneo), los armenios siempre contemplaron el azul del mar como el color del camino de la desesperanza, de la última oportunidad. En buena medida la travesía en barco ha simbolizado el viaje de la diáspora, rumbo a una mejor suerte, muy lejos de Hayastán, como llaman los armenios a la milenaria tierra natal de los suyos. En Armenia, solo el inmenso lago Seván, pariente lejano del lago perdido (el lago Van), semeja ser, por su vastedad, una suerte de mar interior. Es, de hecho, el segundo lago de agua dulce más grande del mundo.
Los climas de Nuri Bilge Ceylan
Las películas del cineasta turco resultan memorables por su excelsa fotografía (él mismo ha sido fotógrafo de profesión). Estancias, entornos y paisajes adquieren siempre una bellísima cualidad añadida, como si la realidad alrededor pareciera coloreada. En Los climas (Iklimler) aparecen localizaciones del este remoto de Turquía (parte de lo que los armenios reclaman como territorio del antiguo Reino de Armenia). El rodaje en la región turca de Ağrı permite admirar un paisaje tosco y desabrido, a la vez que hermoso y conmovedor, con el monte Ararat insinuándose en la frontera, no muy lejos del viejo palacio otomano de Ishak Pachá, el cual muestra su fotogenia bajo el pausado reclamo de la nieve y el silencio del olvido, que es también como otra forma de la nieve. Isa, profesor en Estambul y arqueólogo, viaja a Anatolia oriental para intentar recuperar el amor de quien fuera su pareja. Bahar, que así se llama (la esposa de Ceylan en la vida real), se halla en estos parajes anatolios junto a un equipo de producción. Está inmersa en el rodaje de una serie turca de televisión (no se debe decir nunca «telenovela», los turcos usan el término dizis). Si al inicio de la película vemos a Isa y a Bahar bajo la solana que cae sobre las ruinas de un antiguo templo griego, localizado en los alrededores mediterráneos de Kas, en la parte final de Los climas —y de ahí el título de la película— el escenario se traslada al invierno estepario de Anatolia del este, lo que viene a simbolizar el invierno del corazón, cuando el amor ya no es posible. Siquiera como postal, el Ararat y el palacio turco de Ishak Pachá se funden bajo una misma perspectiva de belleza compartida, sin que importe mucho dónde queda la raya fronteriza que tanto separa, tan dramáticamente, a turcos de armenios.